MARISOL ÁLVAREZ FERNÁNDEZ: SEMBLANZA BIOGRÁFICA
Por José Mª Prats Escriche
Uno
de octubre de 1994, la proclamación de la nueva reina y sus damas hace que sea
uno de los días grandes del Centro Aragonés. Marisol Álvarez Fernández, una
joven de veinte años, espera acompañada de su padre para hacer juntos el paseíllo
hasta el escenario y su proclamación como dama. Es de suponer que habría una
mezcla de nervios, emoción e ilusión, aunque no sólo eso porque la vida ya los
había interpelado y puesto a prueba. El padre estaba aquejado de una severa
dolencia, aunque ninguno de los dos se arredraba ante el futuro. Ahora debía
contar el presente: la ilusión de ambos, el amor por el padre y el más que
justificado orgullo de él. Marisol recuerda el breve recorrido, cogida del
brazo de quien más quería, como un momento de auténtica gloria en el que los
dos rebosaron de alegría.
Marisol
disfrutó de su condición de dama sin pertenecer a los grupos de canto o de
baile, algo que no constituía una excepción. Sin embargo, sí acompañaba a los
cuadros, pero no como público: Marisol era tañedora de bandurria y formaba
parte de la rondalla. Es de hecho la primera tañedora que recibe el premio de
Mujer de Jota. Estamos todos acostumbrados a que los presentadores de los
recitales pidan un aplauso para la rondalla y recuerden que sin la rondalla el
resto no sería posible, y ello porque, verdaderamente, la cuerda es parte
intrínseca de la jota. Por eso no debe extrañarnos que nuestra nueva premiada
sea, al igual que las anteriores, cantadoras o bailadoras, una formidable Mujer
de Jota. Tendremos ocasión de comprobarlo.
Los
padres de Marisol, a los que lamentablemente perdió demasiado pronto, eran
oriundos del albaceteño Elche de la Sierra, un municipio importante en el
aporte inmigratorio que hizo crecer el Puerto de Sagunto. Ellos, con buen
criterio, deseaban que su hija, la pequeña de cinco hermanos, aprendiese a
tocar un instrumento. Y dado que en este centro había una escuela de cuerda
pulsada, entonces dirigida por Emilio Ruiz, aquí la trajeron acompañada por su
vecinito Miguel Ángel. Era el año 1985. Marisol llegó con once años y sin
ninguna idea previa sobre la jota, su bagaje consistía en la curiosidad y en su
deseo de probar. Pero lo que empezó como una prueba se convirtió en un interés
que fraguaba cada vez más, hasta el punto de que el grupito de niños de la
escuela de rondalla quedaba por las tardes para ensayar en casa de alguno de
ellos, con la esperanza de alegrar al señor Emilio demostrando un buen
aprovechamiento.
Con
todo, al principio tuvo un cierto miedo, nos dice Marisol, ese miedo a fallar,
a no tener la aptitud necesaria, aunque poco a poco fue sintiéndose prendida
por la jota y por el impulso de aprender cada vez más. Paralelamente vivió un gratificante
proceso de socialización, no en vano la jota es, entre otras cosas, amistad.
Amistad que surge de compartir una misma afición con personas antes
desconocidas, pero que se acercan al disfrutar juntas de un afán común: bailar,
cantar o tañer la jota; pero también de compartir los inevitables nervios de
las primeras veces: la primera actuación en el escenario, el primer festival,
la primera ronda…
El
objetivo de Marisol, como no podía ser menos, era entrar en la rondalla y
llegar a tocar como su profesor, Emilio Ruiz, que la dejaba embelesada con su
virtuosismo en la bandurria. Así pues se esforzó y entró. Tardó poco, pues en
1987 ya asistió junto a sus padres a su primera concentración. Comenzaría
entonces a disfrutar gradualmente de una vertiente lúdica, que era una merecida
y saludable recompensa a su esfuerzo. “Iba
a los festivales, a las concentraciones… Para mí era una fiesta porque nos lo
pasábamos bomba, el buen ambiente con los compañeros, esas esperas aprovechadas
para tocar canciones de la tuna, esos trayectos en autobús charlando y riendo,
esas noches de fiesta en las concentraciones…”.
A
todo ello se irían sumando la carga de emoción de ser elegida dama junto a
Rosana, Maite y Dalia, en el reinado de Desirée; el gozo que le aceleró el
corazón cuando, siendo dama, en 1994 fue ella protagonista por primera vez de
la ronda del Pilar, después de haber oficiado como tañedora en muchas rondas; asimismo,
las fuerzas de flaqueza que tuvo que sacar en la ronda de 1995, cuando su padre
ya no podía acompañarla; y el merecido desahogo cuando, el día siguiente a ese mismo
Pilar, reina y damas marcharon a Zaragoza y, vistiéndose de baturras, cantaron
Sierra de Luna y disfrutaron paseando por la ciudad. La emotividad culminó el 23
de octubre de 1999, cuando Marisol se casó y recibió el homenaje de la jota a
través de los que eran sus compañeros en los cuadros: “en el camino hacia el altar, con familia y amigos pendientes de mí, yo
sólo tenía oídos para escuchar aquellas jotas que tantas veces había tocado y
oído cantar, pero que ese día mis compañeros nos las dedicaban a nosotros. Mi
emoción fue tan viva que mis ojos se anegaron en lágrimas de alegría”.
Su boda marcará el inicio de un
paréntesis sin música, por razones familiares y laborales, pero llegará la
reincorporación, en la que la pasión siempre latente por la bandurria y la jota
rebrotará con alegre fuerza. Oír la jota hace que le asalte una ola de
felicidad. Se emociona con las voces que cantan, con el sonido de las
castañuelas al ritmo del baile, y hasta el escalofrío con las melodías que
salen de las cuerdas de la bandurria. Pulsar esas cuerdas es una forma de
trascender la realidad cotidiana y trasladarse a una dimensión sublime donde
sólo existe el gozo de paladear la música. Es su vía de escape, de soñar
despierta. Al mismo tiempo anima a Marisol un continuado afán de superación. Nos
dice que cada día hay algo nuevo que aprender, y que ojalá tuviera el tiempo
necesario para poder ensayar en su casa y hacer sonar su bandurria con la virtud
que a ella le gustaría. Nosotros estamos seguros de que todo se andará.
En esta nueva fase ocurrirá algo decisivo en su
vinculación con la jota, que así nos relata:
“cuando nació mi hijo mayor Rubén, lo llevamos un día al centro aragonés junto
con su amiguita Marta para que vieran un festival, a ver si les nacía ese amor
por la jota que yo todavía tenía y echaba tanto de menos. A Rubén le gusto y
empezó a bailar y, al poquito tiempo, a cantar, por eso yo decidí volver a hacer sonar mi querida bandurria”. Con
el tiempo, serán su marido Fran con el laúd y su hijo pequeño Izan, al que
apuntarán al baile y al canto, quienes cerrarán el proceso por el cual toda la
familia está hoy en el centro aragonés bailando, cantando y tocando la jota”. Ver
compartida y secundada esa pasión es el cénit de la emoción y la felicidad. Como
ella dice: “cada vez que mis hijos están
en el escenario me recorre un hormigueo que me
encanta, mezcla de nervios, de alegría y de orgullo. No puedo evitar
emocionarme al verlos cantar o bailar”.
Desde
que empezó su aventura musical con la jota, Marisol ha tenido diversos
profesores de rondalla, a los que desea recordar. Empezó con un profesor casi
mítico, Emilio Ruiz, y siguió con Manuel Górriz, Jesús Monleón y actualmente
Toni López. Con cada uno de ellos ha ido mejorando en su aprendizaje, y a todos
los tiene en el pedestal de las personas que admira. Preguntada por las
personalidades de la jota a las que ha conocido, reconoce que fuera de su
centro aragonés no ha tenido verdadera ocasión y afirma que tampoco hace falta
irse lejos, pues hay alguien aquí mismo, el profesor César Rubio Belmonte, a quien
ella admira desde hace mucho por “su amor
por la jota, que nos transmite a todos, su trabajo desinteresado y su empeño en
que todo salga bien”.
Marisol
es Mujer de Jota porque sus hitos vitales están protagonizados o acompañados
por la jota; es Mujer de Jota porque tanto en el esfuerzo y en la adversidad,
como en los momentos de alborozo, todos los que la han conocido pueden
certificar su bonhomía, su sencillez y su cercanía. Lo es porque mientras ella
pulsa las cuerdas de su bandurria, la jota pulsa una fina cuerda de su alma,
llenándola de una emoción singular. Pero, finalmente, es la propia Marisol
quien con unas palabras emocionantes y llenas de autenticidad va a cincelar en
oro el mejor emblema de la Mujer de Jota: “aunque
no he nacido en tierras aragonesas, ni tengo familia en Aragón, me considero
baturra de los pies a la cabeza. He vivido desde bien pequeña con los cantares
aragoneses, la jota bailada y el sonido de las bandurrias y las guitarras. Me considero adoptada por la jota… la
llevo en mi corazón”.
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